Política educativa

Evaluar para enseñar o enseñar para aprobar

Análisis de la propuesta de incorporación de un examen censal de egreso en la secundaria

La Ley Ómnibus, presentada por el presidente Javier Milei, introduce una serie de transformaciones significativas en el sistema educativo argentino. En este artículo me enfoco en la propuesta de implementación de un examen censal al finalizar el nivel secundario y las implicancias curriculares que esta reforma podría acarrear. Dado que la implementación de esta iniciativa recae en el Consejo Federal de Educación, mi esperanza es que abrir un franco debate pedagógico sobre estas reformas pueda, al menos, advertir sobre las dimensiones que no se deben dejar de lado si se desea mejorar la educación secundaria.

En los siguientes párrafos, abordaré tres razones principales por las cuales me opongo a esta propuesta tal como se plantea: primero, las evaluaciones de egreso de nivel hablan más de la escuela que de los alumnos; segundo, se abre la puerta a una industria de la evaluación que podría profundizar la segmentación y segregación socioeducativas; y tercero, iniciaría una reorganización curricular que priorizaría los conocimientos valiosos para la evaluación, en lugar de para la sociedad. A modo de conclusión, abogo por una reforma curricular que parta de una definición del tipo de sociedad futura que deseamos construir.

La propuesta del presidente Milei pone el foco en la evaluación de los aprendizajes como el punto de partida para mejorar la educación secundaria. Esto va en línea con la idea liberal de que todo ámbito de la vida, independientemente de sus características particulares y las dinámicas entre sus partes, va a funcionar mejor si rigen los criterios que aplica el mercado. Es decir: sus integrantes transformados en individuos con capital de posesión privado e información transparente. Llevado al plano educativo, significaría que cada estudiante saldría de la secundaria con su diploma, su certificado analítico y un puntaje estandarizado que vendría a ser “la medida de cuánto sabe”. Con esa medición, con esa cantidad de capital cultural, podrá salir a pedir un trabajo, un ingreso universitario… quién sabe. Esa cantidad de capital es suya para intercambiarla en el mercado.

Pero si una evaluación va a traer consecuencias tan significativas en los inicios de la vida adulta de cada uno de nuestros egresados, no sería ético ni justo implementarla al principio de una reforma educativa sino al final de una reforma curricular exhaustiva. De lo contrario, no solo estaríamos convalidando las deficiencias que ya sabemos que existen en la apropiación de saberes por parte de los estudiantes secundarios del país, sino que estaríamos castigando a los graduados, quienes estarían cargando como marca individual las deudas que la escuela secundaria tiene para con ellos. Para decirlo con una analogía escolar, sería como si la calificación que obtuvieras de una materia fuera el resultado de la prueba diagnóstico que te tomaron a principio del curso.

Aún más, sostengo que las evaluaciones de fin de nivel no sirven tanto para indicar cuánto saben los alumnos, sino que permiten analizar cuán eficaces han sido las experiencias de aprendizaje que ofrece la escuela secundaria para producir los aprendizajes que se propuso como objetivo. Es decir, el desempeño de los alumnos habla menos de los saberes de los alumnos como individuos y más del currículum escolar.

El padre de la pedagogía por objetivos, Ralph Tyler, le otorgaba un rol esencial a la evaluación en tanto herramienta para medir si se habían alcanzado los objetivos educativos propuestos o si, por el contrario, había algo de la enseñanza que debía corregirse. Pero él mismo advierte que no sirve evaluar solo al finalizar un proceso educativo, porque eso no da ninguna información sobre qué parte de ese proceso fue más eficaz y cuál merece correcciones.

La educación no debería centrarse únicamente en medir el conocimiento adquirido, sino también en cultivar habilidades críticas, creatividad y pensamiento independiente. En lugar de apresurarnos a implementar exámenes, debemos dedicar esfuerzos y recursos a desarrollar un currículum más dinámico y adaptable. La educación del siglo XXI requiere una revisión constante para mantenerse al día con los avances tecnológicos y las demandas cambiantes del mercado laboral.

La segunda razón de mi oposición a la propuesta de Milei está relacionada con las posibles restricciones de acceso a ciertas universidades basadas en los puntajes obtenidos en este examen de egreso.

Detengámonos un segundo a recordar cuando rendíamos un examen. Tratemos de rememorar los síntomas corporales ante una evaluación. Los nervios, la preparación, ese malestar estomacal que nos despertaba el estrés, la incertidumbre sobre si habíamos interpretado bien la consigna, la falta de sueño, el miedo que nos generaba ese docente… ¿Lo recuerdan? Ahora imaginen qué sentirían si supieran que de esa evaluación depende su futuro como adultos. Existen muchos factores que hacen al resultado de un estudiante en un examen, no solamente cuánto estudió o cuánto se esforzó.

Un sistema que vincule los puntajes de un único examen con el acceso a la educación superior podría acrecentar las desigualdades y distorsiones preexistentes. Tal como ocurre en países como Brasil o Corea del Sur, podría conducir a una competencia desmedida, donde los estudiantes se vean obligados a orientar sus esfuerzos y recursos económicos (en caso de tenerlos) exclusivamente hacia la preparación para el examen, descuidando el desarrollo integral de sus habilidades. Las condiciones socioeconómicas y las disparidades en la calidad educativa entre las diferentes regiones del país no harían más que acentuarse, y la segmentación y segregación educativas se profundizaría a la luz de que solo accedería a la universidad quien haya podido dedicar su tiempo y sus ingresos a prepararse para ello.

El ideal de la meritocracia postula que las mejores recompensas las obtiene quien más se esforzó individualmente. Pero la evaluación que se plantea no mide mérito sino resultados, por lo que los puntos de partida diferenciados (los privilegios) influyen fuertemente en el éxito. Si esos resultados son, a su vez, la promesa de mayores niveles de acceso a capital económico y cultural, es claro que con esta industria evaluativa podríamos terminar profundizando todavía más las desigualdades sociales en función de las desigualdades de origen. Y esto es la antítesis de lo que deseamos que suceda luego de nuestro paso por la escuela.

A la hora de diseñar un programa educativo de cualquier índole o duración, normalmente nos hacemos estas preguntas en este orden: ¿Qué queremos lograr con este programa? ¿Qué necesitamos enseñar para lograrlo? ¿Cuál es la mejor manera de enseñarlo? ¿Cómo sabemos si logramos lo que nos propusimos? El orden de estas preguntas no es arbitrario: responde a los principios más generales de la alineación curricular.

Una reforma educativa que empiece por el final, es decir, por realzar la importancia de la evaluación, puede provocar una reorganización de todo el programa educativo que allí culmine en función de aprobar la evaluación. La evaluación se vuelve un objetivo en sí mismo, en lugar de darnos una medición del logro de los objetivos educativos.

Si, además, no solo convertimos a la evaluación en un objetivo en sí mismo, sino que atamos a sus resultados las posibilidades de ingreso a universidades, el acceso a trabajos remunerados o el presupuesto escolar, estamos incentivando una redefinición curricular que ya no se va a preguntar cuál es el conocimiento valioso para el siglo XXI, sino cuál es la mejor manera de entrenar a mis estudiantes para aprobar la evaluación.

En conclusión, la educación del siglo XXI exige una revisión constante y una adaptabilidad a los avances tecnológicos y las demandas cambiantes del mercado laboral. Centrar la reforma educativa en una evaluación única amenaza con desviar la atención de la mejora continua y la promoción de habilidades críticas, creatividad y pensamiento independiente. La reforma curricular, urgente y necesaria, debe partir de una definición a largo plazo del tipo de sociedad, cultura y economía que deseamos construir y reunir la vasta experiencia pedagógica que tenemos para definir qué y cómo debemos enseñar. Recién ahí tendrá sentido una evaluación de fin de nivel, para calificarnos a nosotros mismos en nuestros esfuerzos.

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Martín Ezequiel Jais

Licenciado en Ciencias de la Educación con Diploma de Honor por la Universidad de Buenos Aires. Se encuentro finalizando la Maestría y Especialización en Educación de la Universidad de San Andrés. Se dedica a la gestión y asesoría pedagógica de programas de nivel superior y al diseño e implementación de proyectos innovadores para la mejora educativa

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