Debate educativo

La Exitología

(Ensayo)

“Nuestra cultura nos inculca el miedo a perder el tiempo, pero la paradoja es que la aceleración nos hace desperdiciar la vida.”Carl Honoré, Elogio de la lentitud

“El mandato contemporáneo no es ya ‘prohíbete’, sino ‘disfruta’; y ese imperativo de goce es mucho más opresivo que cualquier prohibición.”
-Slavoj Žižek, El espinoso sujeto

Introito

Formé mi pensamiento en la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia, a la cual ingresé con 16 años, en un tiempo en que estudiar filología, más que aprender sobre estructuras del lenguaje, la tarea era adentrarse en la gramática del mundo. Allí descubrí que la lengua no es un sistema neutro de signos, sino el territorio donde se cuestionan las ideas, los afectos y el poder. Leí a Noam Chomsky, a George Lakoff y a los lingüistas que, durante los años setenta y ochenta, desafiaron la ilusión de que hablar y pensar fueran actos transparentes: Dell Hymes, William Labov, Roman Jakobson, John Searle. Comprendí que la sintaxis también puede ser ideología, que las metáforas modelan el pensamiento, y que cada palabra porta una forma de mundo.

Mi formación humanista se nutrió de la filosofía de Estanislao Zuleta, de su fe en el pensamiento crítico y su desconfianza hacia toda verdad que se impone sin ser pensada con rigor y esfuerzo. Aprendí de Paulo Freire que educar es un acto político y de Piaget que el conocimiento es una construcción frágil y siempre incompleta. En la sociología de Orlando Fals Borda encontré la urgencia de que el saber vuelva a su origen en la cotidianidad y que la investigación no se divorcie de la vida ni de la experiencia colectiva.

Desde esa genealogía intelectual, filológica, filosófica, pedagógica y sociológica, escribo este ensayo. Exitología nace de una incomodidad: la sensación de que la palabra “éxito”, repetida hasta el cansancio en nuestras escuelas, empresas y redes, ha desplazado muchas otras formas de sentido. No escribo desde el resentimiento, sino desde el asombro ante la naturalidad con que hemos aceptado (lo hice muchas veces, incluso desde mis cargos de liderazgo), que triunfar es más importante que comprender.

Quizá esta reflexión no aspire a refutar la idea de éxito, sino a desnudar su gramática, a leer su sintaxis moral. Si alguna vez Chomsky me enseñó a buscar las estructuras profundas del lenguaje, hoy intento rastrear las estructuras profundas de una cultura que ha convertido el rendimiento en dogma y la felicidad en mercancía. Como filólogo que se resiste a la banalidad y como educador que aún cree en el poder de las preguntas, escribo estas líneas, no para definir el éxito, sino para ponerlo entre paréntesis, en sano escepticismo.

Vivimos bajo la hegemonía de una nueva religión sin dioses, pero con templos, rituales y fieles: la exitología. No es una ciencia, aunque pretende medir; no es una ética, aunque pretende orientar; no es una fe, aunque exige creer. Se trata del culto secular al éxito, ese ídolo invisible que se presenta como destino natural de todo sujeto moderno. Desde la escuela hasta el trabajo, desde la autoayuda hasta la economía, el éxito se ha convertido en el horizonte moral de la existencia, en la promesa vacía que sostiene el engranaje del rendimiento.

La paradoja de esta fe radica en su propia abstracción. El éxito no tiene cuerpo, ni forma, ni contenido estable. Es una palabra vaporosa, un significante que puede alojar cualquier deseo. En su vacuidad, sin embargo, adquiere una potencia totalitaria: todo lo que no encaje en su lógica queda etiquetado como fracaso. De ahí que la cultura del éxito no produzca bienestar, sino ansiedad; no emancipe, sino que coloniza el deseo. Žižek (2008) advertiría que el éxito funciona como el fetiche supremo del capitalismo tardío: nos mantiene fascinados con la promesa de plenitud, mientras encubre la imposibilidad estructural de alcanzarla.

En el espacio escolar, al que finalmente me dediqué por casi 5 décadas, esta lógica adopta su versión más ingenua y, por ello, desde mi descubrimiento etnográfico, más peligrosa. Se enseña a “ser exitoso” como si se tratara de un contenido curricular, se organiza la vida escolar en torno a métricas de rendimiento y se banaliza la felicidad en talleres de motivación y bienestar emocional. En lugar de propiciar una experiencia crítica del mundo, la escuela tiende a convertirse en un laboratorio de, digamos, conformismo afectivo, donde los estudiantes aprenden a sonreír ante el vacío.

Creo que este proceso no es inocente. La psicologización del éxito —ese mandato de “creer en uno mismo” y “dar lo mejor”— desplaza la atención de las estructuras hacia el individuo. Si el éxito no llega, es porque no te esforzaste lo suficiente, (aunque me reconozco, a veces, en la idea de desafiarse y el poder del Grit); si te sientes vacío, es porque no has gestionado bien tus emociones. Así, el fracaso deja de ser un síntoma social para transformarse en una culpa personal. El neoliberalismo educativo, disfrazado de la cuestionada pedagogía positiva, produce sujetos emocionalmente dóciles, incapaces de pensar su propio malestar como forma de resistencia.

Pero ¿qué pasaría si el fracaso no fuera una anomalía, sino una forma legítima de existencia? El decrecimiento, en su dimensión filosófica, propone precisamente eso: desmontar la lógica expansiva del “más”, del “mejor”, del “arriba”, para reivindicar la suficiencia, la pausa, el límite. Pensar el decrecimiento como política económica y como ética del ser. En un mundo que se devora a sí mismo por alcanzar un éxito indefinido, renunciar a esa persecución es un acto de lucidez.

La exitología opera como una máquina de producción simbólica. Transforma el esfuerzo en espectáculo, la autenticidad en marca personal, la superación en mercancía. En este sentido, el éxito, además de perseguirse, se representa. Las redes sociales constituyen su liturgia cotidiana. Allí se canoniza al emprendedor, al influencer, al motivador. Todo gesto, incluso el más íntimo, se convierte en una oferta de visibilidad. No importa tanto ser, sino parecer que se triunfa.

El sujeto contemporáneo, atrapado entre el deseo de reconocimiento y el miedo al anonimato, vive en una permanente autoevaluación. Cada logro debe ser validado, cada error ocultado. Se internaliza el mandato de la productividad emocional: incluso el ocio debe ser “significativo”. Žižek señalaría aquí el cinismo estructural del sistema: sabemos que el éxito es inalcanzable, pero actuamos como si no lo supiéramos, porque esa ilusión sostiene nuestra pertenencia al orden simbólico.

En la escuela, esa misma lógica adopta formas sutiles: programas de liderazgo estudiantil, competencias de innovación, premios a la excelencia, rankings institucionales. La educación se convierte en una cadena de microéxitos administrables, competencias, donde el aprendizaje se mide en unidades de rendimiento. Se promueve una felicidad obligatoria, administrada desde la gestión educativa. Pero ¿qué sentido tiene enseñar a ser feliz si la felicidad se ha convertido en otro dispositivo de control?

La banalización de la felicidad —esa idea de que se puede decretar, enseñar o monetizar— disuelve su dimensión ética. La felicidad deja de ser una experiencia de plenitud y se transforma en un producto emocional. En el discurso pedagógico contemporáneo, esta transformación es evidente: la felicidad ya no es consecuencia de una vida buena, sino un indicador institucional. Se persigue como KPI, se reporta en informes, se mide con encuestas de clima escolar. La educación se vuelve empresa y el alma, recurso humano, ni siquiera talento.

Frente a esta maquinaria de sentido, el pensamiento pesimista ofrece una resistencia. No el pesimismo como negación, sino como lucidez; no como renuncia, sino como gesto de desobediencia frente a la euforia impuesta. El pesimismo filosófico —de Schopenhauer a Cioran, pasando por Žižek— nos recuerda que no todo debe ser útil, que no todo progreso es deseable, que el malestar también es forma de conciencia. Que el arte, como el ejemplo más hermoso, tiene la belleza de las cosas que no sirven para nada. En un mundo que idolatra la positividad, el pesimismo es una forma de higiene intelectual.

Educar, entonces, no debería ser preparar para el éxito, sino para la contingencia. No formar triunfadores, sino sujetos capaces de sostener la incertidumbre. Tal vez una educación verdaderamente emancipadora no consista en enseñar a “alcanzar sueños”, sino en aprender a vivir sin ellos. La madurez no radica en triunfar, sino en comprender que el éxito es una ficción necesaria, una máscara que, si se toma demasiado en serio, devora la experiencia.

La exitología, como toda religión, promete redención pero produce servidumbre. Su poder radica en haber colonizado incluso la crítica: hoy hasta la resistencia se vende en formato motivacional. Frente a ello, quizá solo nos quede la herejía del pensamiento lento, del fracaso asumido, del silencio que no busca likes. Desacelerar no es retroceder: es recuperar la posibilidad de pensar fuera del ruido triunfal. Y acaso, en ese gesto mínimo, resida la única forma de éxito que valga la pena: el de no necesitarlo.

Referencias

  • Bauman, Z. (2007). Vida líquida. Buenos Aires: Paidós.
  • Byung-Chul Han. (2012). La sociedad del cansancio. Barcelona: Herder.
  • Byung-Chul Han. (2013). La sociedad de la transparencia. Barcelona: Herder.
  • Cioran, E. M. (1995). Del inconveniente de haber nacido. Madrid: Taurus.
  • Foucault, M. (2004). Nacimiento de la biopolítica. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
  • Gautier, T. (1835). Prólogo a Mademoiselle de Maupin. París: Charpentier.
  • Latouche, S. (2009). Pequeño tratado del decrecimiento sereno. Barcelona: Icaria.
  • Lipovetsky, G. (2007). La felicidad paradójica: ensayo sobre la sociedad del hiperconsumo. Barcelona: Anagrama.
  • Noguera-Ramírez, C. (2011). La educación como dispositivo de gobierno. Bogotá: Universidad Pedagógica Nacional.
  • Sloterdijk, P. (2010). Has de cambiar tu vida. Madrid: Siruela.
  • UNESCO. (2016). Happy Schools: A framework for learner well-being in Asia-Pacific. París.
  • Žižek, S. (1999). The Ticklish Subject: The Absent Centre of Political Ontology. London: Verso.
  • Žižek, S. (2008). In Defense of Lost Causes. London: Verso.
  • Žižek, S. (2014). Trouble in Paradise: From the End of History to the End of Capitalism. London: Allen Lane.
  • OCDE. (2021). The State of Global Education: Tracing the Impact of COVID-19 on Well-being. París.

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Yecid Puentes Osma

Licenciado en filología e idiomas de la Universidad Nacional de Colombia, especialista en gerencia educativa de la Universidad de San Buenaventura, y en Colegios de Calidad y Reality Therapy por el Instituto William Glasser de California. Yecid es el Director Ejecutivo de REDIE en Colombia. 48 años de experiencia como docente, coordinador, vicerrector y director de prestigiosas instituciones en Colombia y el Ecuador. Autor de artículos en revistas y memorias especializadas. Docente-tutor en Wide, la plataforma en línea del Project Zero de la Escuela de posgraduados en educación de la Universidad de Harvard. Formador de rectores en el programa Todos a Aprender del Ministerio de Educación de Colombia. Autor de Organizaciones Escolares Inteligentes, publicado por la editorial Magisterio. Pionero en las implementaciones del enfoque de Enseñanza para la Comprensión en Iberoamérica. Experto en temas relacionados con la teoría de inteligencias múltiples, Mindset, Flipped Learning, pensamiento sistémico y aprendizaje socioemocional.

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