Evaluación

La pregunta incómoda que la IA nos hace sobre la educación

La IA como espejo de la crisis educativa: repensando el propósito de enseñar

La profesora Hernández cierra su laptop con más fuerza de la necesaria. Me pregunto: ¿frustración, irritación, enojo?… Estamos en la sala de profesores un martes a las tres de la tarde, y acaba de leer el quinto o sexto trabajo «perfecto» de la semana. Demasiado perfecto. La escritura, impecable; el vocabulario, sofisticado y nunca escuchado de los autores en la cotidianidad; las transiciones entre párrafos, elegantes. Reconoce el estilo: es el de ChatGPT, o quizás Claude. Lo sabe pues ella misma ha estado experimentando con estas herramientas, tratando de entender qué está pasando en las aulas, en sus clases.

«Ya no sé qué evaluar», me dice, más confesión que queja.

Conozco esa sensación. Hace tres meses, diseñé un examen domiciliario sobre teorías del aprendizaje. Los trabajos que recibí eran tan homogéneamente competentes, tan curiosamente similares en la superficialidad de su aparente profundidad, que me sentí obligado a preguntarme qué estaba evaluando realmente. ¿La capacidad de mis estudiantes para interrogar inteligentemente a una máquina? ¿Su habilidad para disimular el origen de sus respuestas? Y sobrevolando estas preguntas, otra más amenazante para mi integridad docente: ¿estoy evaluando algo que ya dejó de tener sentido?

El espejo que no queríamos mirar

La llegada de la inteligencia artificial generativa (IA), con efecto revulsivo ha provocado en la comunidad docente dos respuestas que, aunque opuestas, dan testimonio del mismo malestar. Colegas argumentan que si todo el conocimiento está en la nube, memorizar es inútil, y que quizás hasta los títulos universitarios deberían repensarse. Otros organizan una suerte de resistencia nostálgica: una vuelta a los exámenes presenciales, al papel y al lápiz, como si pudiéramos detener el futuro echando cerrojo a la puerta del aula.

Ambas posturas comparten, creo, un error de diagnóstico. La IA no es el problema. Es un espejo.

Lo que la inteligencia artificial nos muestra –con una claridad quizás brutal– es que buena parte de lo que hemos estado haciendo en educación ya no funciona. Y posiblemente no funcionaba desde hace tiempo.

Pensemos en esto con honestidad: si una máquina puede aprobar nuestros exámenes, escribir nuestros ensayos, resolver nuestros problemas, ¿qué dice eso sobre lo que estábamos enseñando? ¿Qué dice sobre lo que estábamos evaluando?

La profesora Hernández, mi colega, tiene razón al estar desconcertada. Su pregunta –«ya no sé qué evaluar»– incomoda: nos obliga a enfrentar otra pregunta más profunda: ¿para qué sirve hoy la educación, cuál es su sentido, a qué aspira?

Más allá del pánico y la prohibición

¿Cómo no reconocer las preocupaciones de mis colegas, en parte las mías? Son legítimas. Existe el riesgo real de que nuestros estudiantes desarrollen una dependencia tecnológica que atrofie sus capacidades de análisis. Existe el peligro de que confundan acceso a información con comprensión genuina. Existe la tentación de tomar atajos cognitivos que pueden parecer inofensivos pero que, en realidad, los están privando de ejercicios y desarrollos mentales necesarios.

Pero prohibir la IA en las aulas es como enseñar a conducir en un estacionamiento vacío: seguro, controlado y completamente inútil para enfrentar el tráfico real.

La solución no está en resistir el cambio. Está en preguntarnos qué tipo de cambio queremos y es necesario propiciar. Y para eso necesitamos repensar –base cero– qué significa educar en 2025, qué puede significar hacerlo en un futuro próximo.

La pregunta que reordena todo

Si la IA ya puede memorizar, sintetizar, traducir, resumir y hasta generar argumentos coherentes, ¿qué nos queda por enseñar?

Esta pregunta, que puede vivirse como desesperanzadora, puede también resignificarse y devenir liberadora.

Lo que nos queda es precisamente lo que nos hace humanos. Lo que no puede ser replicado por algoritmos más allá de cuan sofisticados sean. Lo que requiere conciencia, contexto, experiencia vivida, juicio situado.

Pensamiento crítico: No se trata ya de acumular datos, sino de aprender a auditar información. De detectar sesgos en las respuestas de una máquina. De formular las preguntas correctas, las buenas preguntas, ejercicio más difícil y más valioso que tener respuestas prefabricadas.

Creatividad auténtica: La IA es extraordinaria generando variaciones sobre lo existente. Pero la originalidad genuina –la que nace de conectar ideas de maneras inesperadas, de ver problemas desde puntos de vista y con ángulos inéditos– sigue siendo territorio humano. La educación debe convertirse en un ámbito de celebración del pensamiento divergente, de la innovación, del error productivo.

Ética y colaboración: La irrupción de nueva tecnología plantea dilemas éticos. La IA nos enfrenta a preguntas sobre autenticidad, sobre autoría, sobre qué significa pensar y aprender. Necesitamos espacios donde debatir estos dilemas sin soluciones fáciles. Y necesitamos seguir cultivando lo que ninguna máquina puede reemplazar: empatía, intuición social, capacidad de trabajar con otros seres humanos complejos y contradictorios, de ser instituyentes.

Cómo podría verse esto en la práctica

Imaginemos, por un momento, cómo cambiaría una clase de historia. En lugar de pedirles a los estudiantes que memoricen fechas de batallas, les damos acceso a la IA para que genere cronologías detalladas. Pero luego –aquí está el trabajo real– les pedimos que identifiquen patrones causales que la máquina no puede ver. Que cuestionen las omisiones en el relato que generó la IA. Que detecten cuáles perspectivas quedaron fuera. Que fundamenten por qué deben ser consideradas.

O pensemos en matemáticas. En lugar de resolver cincuenta ejercicios rutinarios, los estudiantes colaboran con la IA para modelar un problema real de su comunidad con, por ejemplo: distribución de recursos, optimización de rutas de transporte, análisis de datos demográficos. La máquina hace los cálculos; los estudiantes aprenden a plantear el problema, a interpretar resultados, a tomar decisiones basadas en modelos imperfectos o con información limitada.

¿Y si consideramos la escritura? En lugar de producir ensayos formulaicos que la IA puede generar sin esfuerzo, los estudiantes usan estas herramientas para confrontar ideas. Generan un primer borrador con la máquina y luego se concentran en lo difícil: desarrollar una voz propia, construir argumentos originales, sostener y defender perspectivas críticas que emergen de su experiencia única.

No estoy sugiriendo que esto sea fácil. Estoy sugiriendo que es necesario.

Lo que la historia nos enseña

Esta no es la primera vez que una tecnología sacude los cimientos de la educación. Entre otros ejemplos, la imprenta democratizó el conocimiento y obligó a los maestros antaño a evolucionar de copistas a facilitadores de lectura crítica. La computadora personal y luego la Internet nos forzaron a repensar cómo accedemos a, y procesamos información.

Cada transición fue traumática. Cada transición generó resistencia. Y cada transición, eventualmente, produjo mejores educadores.

La IA nos invita hoy a dar un paso más allá. Nos invita a dejar de pretender que nuestro valor encarnado está en ser bibliotecas humanas. Nuestro valor está en otra parte: en hacer las preguntas que las máquinas no saben hacer. En sostener la ambigüedad que los algoritmos no toleran. En cultivar la sabiduría que no habita en bases de datos y no se puede descargar.

El camino por delante

No tengo todas las respuestas. Nadie las tiene. Sí, mis dudas. Estamos, todos, aprendiendo en tiempo real.

Pero sé que necesitamos la existencia de valentía institucional para experimentar. Necesitamos diseñar cursos donde la IA sea una herramienta de aprendizaje, no un enemigo a combatir con esperanza vana de triunfo. Necesitamos crear evaluaciones que midan la calidad del pensamiento, no la retención de datos. Necesitamos criterios de éxito que valoren la capacidad de hacer preguntas inteligentes más que la de producir respuestas correctas.

Y necesitamos, sobre todo, apoyo institucional y comunidades de práctica donde los docentes podamos compartir nuestras dudas, nuestros experimentos, nuestros fracasos, nuestros descubrimientos.

Pero reconozcamos también que la transformación educativa no puede depender únicamente del heroísmo individual de docentes aislados. Por cada profesora Hernández dispuesta a experimentar, hay instituciones enteras que necesitan evolucionar. Diseños curriculares que llevan décadas sin revisión de fondo, sistemas de evaluación docente que siguen premiando la «cobertura de contenidos», cargas horarias que no contemplan tiempo para la experimentación, la innovación y el aprendizaje entre pares.

Necesitamos que las instituciones educativas dejen de ser el principal obstáculo para convertirse en plataformas habilitadoras del cambio. Esto implica decisiones concretas: flexibilizar currículos para permitir experimentación pedagógica, crear espacios y tiempos protegidos para que los docentes investiguen nuevas prácticas, reconocer oficialmente el trabajo de innovación educativa. Sin este soporte sistémico, estamos pidiendo a los profesores que naden contra la corriente institucional, y eso no es sostenible ni justo.

La profesora Hernández y yo hemos seguido conversando después de aquel martes en la sala de profesores. Hemos empezado a reunirnos con otros colegas para diseñar actividades donde la IA sea visible, donde se la use deliberadamente con propósito, donde aprendamos junto a nuestros estudiantes a navegar y enriquecernos en esta nueva realidad.

No sabemos si lo estamos haciendo bien. Pero sabemos, nos une esta certeza, que no hacer nada –o peor aún, prohibir– es la respuesta equivocada.

La pregunta que nos pertenece

La IA nos hace formularnos una pregunta incómoda, pero esa incomodidad es productiva al llamar a la reflexión. Nos obliga a dejar de hacer educación por inercia. Nos invita a preguntarnos qué estamos defendiendo cuando nos declaramos defensores de «la educación tradicional».

¿Estamos defendiendo prácticas que realmente forman pensadores críticos y ciudadanos comprometidos? ¿O estamos defendiendo nuestra zona de confort, nuestros viejos exámenes, los diseños curriculares sin revisión y nuestros enfoques y métodos conocidos?

La respuesta a esta pregunta no puede venir de un artículo, ni siquiera de un consenso colectivo abstracto. Tiene que venir de cada uno de nosotros, hallada en nuestras aulas, con nuestros estudiantes.

La IA es una oportunidad de replanteo para liberar a la educación de lo que ya no sirve. Para centrarnos en lo que opino que realmente importa: formar seres humanos capaces de pensar con autonomía, de crear con originalidad, de colaborar con empatía.

¿Estamos listos para ese experimento?

La pregunta no exige una respuesta inmediata. Exige, más bien, empezar a conversar. Que compartamos nuestras dudas tanto como nuestras certezas. Que delineemos y transitemos juntos un camino todavía inexistente e inhallable en algún manual.

El futuro de la educación no se va a escribir en documentos ministeriales ni en artículos académicos. Se está escribiendo ahora mismo, cada vez que un docente como la profesora Hernández decide no cerrar su laptop con frustración, sino abrirla con curiosidad.

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Mario Quiroga Ferrando

Lic. en Ingeniería de sistemas, Esp. en Constructivismo y educación, Mg. en Rendimiento, fracaso y abandono escolar, Consultor psicológico, Mg. en Psicología y gestión familiar. Ha sido docente universitario de Psicodrama, Teorías del aprendizaje, Psicología comunitaria y Consultoría organizacional.

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