Educación y Salud

Nos estamos envenenando el cerebro… y el de nuestros hijos también

Cada sorbo en una botella de plástico, cada comida recalentada en un tupper, cada prenda sintética lavada... nos acerca un poco más a un daño silencioso. Los microplásticos están invadiendo el cuerpo humano, y la ciencia ya advierte: podrían estar deteriorando la memoria, la atención y el aprendizaje desde la infancia. ¿Vamos a seguir actuando como si nada?

En las últimas décadas, una amenaza casi invisible ha comenzado a colarse en nuestro entorno, nuestros cuerpos y, según recientes investigaciones, también en nuestros cerebros. Se trata de los microplásticos y nanoplásticos, fragmentos diminutos de plástico que derivan tanto de la descomposición de objetos cotidianos —como botellas, bolsas o ropa sintética— como de productos diseñados para ser pequeños desde el inicio, como cosméticos o detergentes. Estas partículas pueden medir desde unos pocos milímetros hasta apenas unas milésimas de micrómetro, lo que les permite viajar por el aire, el agua, los alimentos y, preocupantemente, ingresar a nuestros tejidos.

Aunque hoy su presencia se investiga en profundidad, el fenómeno fue detectado por primera vez en los años 70, cuando el oceanógrafo Edward Carpenter observó residuos plásticos flotando en el Atlántico. Pero fue recién en 2004, cuando el científico Richard Thompson acuñó el término microplásticos, que la comunidad científica empezó a mirar con mayor seriedad estas partículas. Desde entonces, el foco de la investigación se ha expandido desde la contaminación de los océanos hasta el impacto potencial en la salud humana, especialmente en lo que respecta al sistema nervioso y la capacidad cognitiva.

Los estudios actuales han confirmado la presencia de microplásticos en el agua que bebemos, en el aire que respiramos, en los alimentos que consumimos, y en nuestros propios cuerpos: han sido hallados en la sangre, en los pulmones, en la placenta humana, e incluso en tejidos cerebrales. La detección de estas partículas en zonas tan sensibles ha levantado una alerta entre la comunidad científica mundial. Los investigadores están comenzando a vincular esta exposición con inflamaciones crónicas, alteraciones hormonales, daño celular e incluso con enfermedades neurodegenerativas. Los nanoplásticos, por su tamaño diminuto, son especialmente preocupantes: tienen la capacidad de atravesar barreras biológicas como la hematoencefálica, que protege el cerebro, y llegar a zonas del cuerpo donde no deberían estar.

Algunos estudios recientes revelan datos inquietantes. En 2024, un grupo de científicos liderado por Matthew Campen detectó microplásticos en cerebros humanos, con niveles más altos en pacientes con demencia. Aunque esto no prueba una relación directa, sí abre interrogantes sobre un posible vínculo entre la acumulación de estas partículas y el deterioro neurológico. En paralelo, experimentos en animales han mostrado que, tras ingerir nanoplásticos, los ratones experimentan pérdida de memoria, alteraciones en neurotransmisores como la dopamina y cambios en su comportamiento exploratorio. Estas alteraciones afectan regiones del cerebro como el hipocampo, esencial para la memoria y el aprendizaje.

La preocupación se intensifica al observar cómo estas partículas podrían estar afectando a niños y adolescentes, en momentos críticos del desarrollo cerebral. Investigadores como Tamara Galloway, en el Reino Unido, y Liang Chen y otros colegas en China, han advertido sobre los efectos dañinos de la exposición temprana a nanoplásticos en modelos animales: desde pérdida de neuronas hasta daños en las conexiones cerebrales que facilitan el aprendizaje. Aunque todavía no hay estudios concluyentes en seres humanos, la posibilidad de que estas partículas estén interfiriendo con el desarrollo cognitivo infantil empieza a tomar fuerza, sobre todo si se consideran sus efectos sobre neurotransmisores, hormonas y el microbioma intestinal, todos ellos factores fundamentales para el funcionamiento del cerebro.

Entre las hipótesis que se manejan actualmente, una de las más relevantes es la posible relación entre la exposición a microplásticos y el aumento de diagnósticos de trastornos como el TDAH. Diversas líneas de investigación sugieren que los químicos asociados a los plásticos —como los ftalatos o el bisfenol A— podrían alterar la producción de dopamina, una sustancia clave en la regulación de la atención y el comportamiento. Se ha observado también que estos compuestos pueden inducir inflamación en el cerebro, afectar la barrera hematoencefálica y perturbar la microbiota intestinal, alterando el delicado equilibrio del eje intestino-cerebro, especialmente sensible durante la infancia.

La evidencia acumulada en los últimos años apunta a que los microplásticos podrían no solo estar afectando nuestra salud física, sino también nuestra capacidad de aprender, concentrarnos y recordar. En adultos mayores, por ejemplo, se ha demostrado que la exposición prolongada a estos contaminantes puede acelerar procesos neurodegenerativos, afectar las mitocondrias neuronales —responsables de producir energía en el cerebro— y provocar un tipo de muerte celular llamada ferroptosis, vinculada al envejecimiento cerebral.

Estamos ante un campo de investigación en pleno desarrollo, pero con hallazgos que ya deberían impulsarnos a actuar. Aunque todavía no existe una prueba definitiva que vincule directamente a los microplásticos con problemas de aprendizaje o enfermedades neurológicas en seres humanos, la acumulación de datos provenientes de experimentos animales, estudios en células humanas y análisis de tejidos reales construye una imagen preocupante y difícil de ignorar.

Este panorama nos interpela como sociedad. ¿Qué hábitos cotidianos están contribuyendo a este fenómeno? ¿Cuántas veces calentamos comida en recipientes plásticos, usamos botellas descartables o elegimos productos con envoltorios innecesarios sin pensar en sus consecuencias? Las decisiones individuales, aunque parezcan pequeñas, tienen un impacto colectivo. Reducir el uso de plásticos innecesarios, optar por materiales reutilizables, y fomentar entornos educativos y familiares libres de estos contaminantes puede marcar la diferencia.

Proteger la salud cerebral de los niños, su potencial de aprendizaje, su creatividad y su futuro, no puede quedar al margen de nuestras decisiones de consumo. Tenemos el conocimiento, y ahora también el desafío: elegir conscientemente por el bienestar de las generaciones que vienen.

Referencias:

Campen, M. J., et al. (2024). Microplastic contamination in human brain tissues and its potential association with neurodegeneration. Nature Medicine.

Chen, L., Zhao, Y., Li, S., Zhang, Y., & Wang, J. (2025). Developmental neurotoxicity of microplastics and nanoplastics in juvenile mice: A comparative study. Environment International, 185.

Liu, X., Jiang, H., & Zhang, J. (2024). Microplastics induce mitochondrial dysfunction and accelerate brain aging: Insights into neurotoxicity. Environmental Pollution, 345.

Wright, S. L., & Kelly, F. J. (2017). Plastic and human health: A micro issue? Environmental Science & Technology, 51.

Yuan, W., Wang, X., Li, Y., & Sun, H. (2022). Co-exposure to microplastics and iron exacerbates cognitive impairment via ferroptosis in aged mice. Journal of Hazardous Materials.

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