Todo empezó con una silla vacía
Repensar las intervenciones, desafiar las rutinas, transformar desde el liderazgo pedagógico.

Primero fue Lucas. Empezó a faltar una vez por semana, después dos. Luego dejó de venir. Tenía catorce años, estaba en segundo año, y la preceptora notó que cada vez que se acercaba a hablarle, él evitaba el contacto. La última vez que lo vieron, llevaba la campera del hermano mayor, dos talles más grande. A las semanas, también dejó de venir Sofía. Se había mudado con su abuela a cuatro barrios de distancia, y decía que no tenía para el colectivo. Poco después, se sumó Kevin. Sus ausencias no sorprendieron: venía acumulando partes de conducta, y en casa —según su madre— no lo podían contener.
Tres nombres. Tres historias que se parecían demasiado a muchas otras. No era la primera vez que la escuela intentaba articular respuestas. Ya se habían convocado reuniones similares, con la participación de distintos programas socioeducativos y organismos externos a la escuela. Se hablaba, se firmaban actas, se proponían líneas de acción. Pero los resultados nunca llegaban. Las trayectorias interrumpidas seguían sumando casos, como un goteo constante que nadie lograba frenar. En esta ocasión, al cabo de veinte minutos de reunión, la directora observó cómo los mismos lugares comunes, las mismas frases, las mismas promesas volvían a instalarse en la mesa. Entonces, con voz tranquila pero firme, tomó una decisión inesperada: suspendió la reunión. “No podemos seguir repitiendo un guion que ya sabemos cómo termina”, dijo. “Si lo que hacemos no cambia nada para ellos, entonces lo que estamos haciendo no sirve”.
Ese gesto, incómodo para algunos, revelador para otros, condensó una pregunta urgente: ¿qué sentido tiene sostener estructuras institucionales que no transforman la realidad de los estudiantes?
Hoy, las políticas educativas orientadas al acompañamiento de las trayectorias escolares no pueden evaluarse únicamente por su formulación normativa o por la voluntad que las impulsa. Necesitamos interrogar su efectividad real, su capacidad de incidir en la vida de los estudiantes. En este escenario, la gestión institucional basada en evidencia no es un lujo técnico, sino una herramienta ética y política. Nos permite tomar decisiones con criterio, asignar recursos pedagógicos de manera estratégica y, sobre todo, evitar la repetición de acciones estériles.
Andy Hargreaves y Michael Fullan (2014) advierten que la mejora escolar sostenible no puede descansar exclusivamente en la buena voluntad ni en el cumplimiento de procedimientos formales. Las transformaciones genuinas requieren estar ancladas en datos verificables, que no solo den cuenta del problema, sino que orienten la acción. Sin evidencia, lo que tenemos son intuiciones. Y las intuiciones, cuando se naturalizan, se convierten en rutinas que anestesian la posibilidad de cambio.
En este marco, la ausencia de datos cuantificables sobre el impacto de muchos programas representa una debilidad estructural. No es una cuestión meramente técnica: sin información confiable, no hay forma de monitorear, ajustar ni sostener intervenciones con sentido. Aquí se vuelve crucial recuperar el concepto de accountability pedagógica, entendido no como vigilancia, sino como corresponsabilidad entre los distintos niveles del sistema para garantizar el derecho a la educación.
Antonio Bolívar (2007) subraya que rendir cuentas no debe interpretarse como un acto punitivo, sino como una oportunidad para construir legitimidad institucional y compromiso social. Se trata de mostrar —no a modo de justificación defensiva, sino de construcción colectiva— qué decisiones tomamos, por qué, y con qué resultados. En la misma línea, Philippe Meirieu (2001) sostiene que la autoridad educativa no se ejerce desde el control, sino desde la capacidad de responder ante otros por el sentido de nuestras acciones. ¿Cómo sostener esa lógica si las escuelas no reciben devoluciones concretas de los equipos externos que intervienen en sus dinámicas? ¿Cómo construir continuidad si no hay trazabilidad ni registro claro de los pasos dados?
Al mismo tiempo, sabemos que las escuelas operan en contextos de altísima complejidad. Silvia Duschatzky (2006) lo resume con claridad: en escenarios de fragmentación social e institucional, la escuela se convierte en el último punto de contención. Por eso, no todo puede hacerse, y no todo al mismo tiempo. Es necesario establecer prioridades, proteger el tiempo institucional, preservar la energía pedagógica de los equipos. Reuniones reiteradas que no derivan en acciones concretas y sostenidas no solo no ayudan: generan desgaste, frustración y la sensación de que el sistema está hablando solo.
A esto se suma una desconexión persistente entre las lógicas de algunos programas externos y el contexto real de las instituciones. Según un estudio de SITEAL–UNESCO (2020), más del 60 % de las intervenciones educativas en América Latina carecen de diseño contextualizado. El Instituto Nacional de Formación Docente (INFD) también ha advertido sobre la tendencia a replicar formatos estandarizados sin considerar la diversidad de escenarios escolares. Esto produce diagnósticos fragmentarios y respuestas que, en vez de resolver, profundizan la distancia entre lo que se planifica y lo que realmente ocurre.
Repensar los dispositivos de acompañamiento no implica rechazarlos, sino todo lo contrario: exige tomarlos en serio. Un acompañamiento verdaderamente efectivo debe dialogar con las necesidades concretas de cada institución, respetar sus tiempos y ser sensible a sus prioridades reales. Sin esta articulación genuina, las intervenciones se diluyen y pierden capacidad transformadora.
Como advierten Karl Weick (2001) y Edgar Schein (1992), las organizaciones tienden a ritualizar sus prácticas. Lo que alguna vez fue innovador, con el tiempo puede volverse vacío. Por eso, a veces es necesario interrumpir. Detenerse. Descongelar el sentido común institucional. La decisión de suspender una reunión que ya nadie esperaba con entusiasmo puede ser leída como un gesto de liderazgo transformador: una manera de abrir espacio a lo nuevo, de poner en discusión lo dado, de decir “hasta acá”.
Este tipo de intervenciones tiene sólido sustento en la literatura sobre liderazgo educativo. Peter Senge (1992) nos llama a construir “organizaciones que aprenden”, es decir, escuelas capaces de revisar sus propias estructuras, cuestionar lo que hacen y redirigir sus energías hacia objetivos más significativos. Michael Fullan (2001) agrega que el liderazgo pedagógico requiere capacidad para interrumpir patrones ineficaces, aún cuando eso implique incomodidades institucionales. No se trata de romper por romper, sino de hacerlo con sentido, para liberar recursos que permitan volver a empezar con otro enfoque, otro compromiso, otra esperanza.
Porque al final, de eso se trata: de que los chicos vuelvan. De que las sillas vacías no se conviertan en una postal permanente. De que nuestras decisiones tengan un impacto real en las trayectorias de quienes más lo necesitan. No alcanza con reunirnos. No alcanza con diagnosticar. No alcanza con acompañar de palabra. La educación exige transformación, y esa transformación empieza cuando una institución se anima a decir: “esto que hacemos no está funcionando… y queremos hacerlo mejor”.
Referencias bibliográficas
Bolívar, A. (2007). La rendición de cuentas en la educación: accountability y evaluación institucional. Madrid: La Muralla.
Brown, B. (2014). El poder de la vulnerabilidad: Enseñanzas sobre la autenticidad, la conexión y el coraje. Barcelona: Grijalbo.
Duschatzky, S. (2006). La escuela como frontera: entre la exclusión y la inclusión social. Buenos Aires: Paidós.
Fullan, M. (2002). El significado del cambio educativo (3.ª ed.). Barcelona: Octaedro.
Hargreaves, A., & Fullan, M. (2014). Capital profesional: Transformar la enseñanza en cada escuela. Madrid: Morata.
Meirieu, P. (2001). El educador: un profesional de la relación. Barcelona: Graó.
Schein, E. H. (1992). Cultura organizacional y liderazgo. Barcelona: Plaza & Janes.
Senge, P. M. (1992). La quinta disciplina: El arte y la práctica de la organización abierta al aprendizaje. Buenos Aires: Granica.
SITEAL–UNESCO (2020). Panorama de políticas educativas en América Latina y el Caribe. Buenos Aires: IIPE-UNESCO.
Weick, K. E. (2001). Construcción de sentido en las organizaciones. En M. M. Suárez (Comp.), Lecturas sobre organizaciones, instituciones y sujetos (pp. 275–298). Buenos Aires: Miño y Dávila.