Ansiedad y burnout académico: una llamada de atención para la escuela secundaria
Según la OCDE, 6 de cada 10 estudiantes sienten ansiedad antes de los exámenes y el bienestar académico se convierte en un desafío cada vez más apremiante.

La adolescencia es una etapa desafiante por sí sola, pero cuando se combina con presión académica, incertidumbre y falta de contención emocional, puede derivar en problemas serios de salud mental. La ansiedad, el estrés y el burnout académico no son excepciones: son una realidad cotidiana en las aulas de hoy en día.
Según datos de UNICEF, alrededor del 13% de los adolescentes a nivel mundial convive con algún trastorno mental diagnosticado. En América Latina, la cifra asciende al 15%, y en Argentina, afecta a más de un millón de adolescentes.
Estos números no son solo estadísticas: impactan directamente en el aula. La OCDE, a través de PISA, reporta que 6 de cada 10 estudiantes sienten ansiedad antes de los exámenes, incluso si se prepararon bien. Este malestar no solo afecta su bienestar, sino que reduce su rendimiento académico y puede llevar al ausentismo o incluso al abandono escolar.
Mediante Student Analytics, confirmamos que estos datos se acentúan en determinados momentos del año. Por ejemplo, cuando comienza la época de exámenes o cuando el esfuerzo sostenido a lo largo del tiempo se hace muy extenso.
El fenómeno del burnout académico, caracterizado por agotamiento, desinterés por el estudio y sensación de ineficacia, se está volviendo cada vez más frecuente en el nivel secundario. Su aparición se asocia a sobrecarga, presión evaluativa, falta de apoyo y un clima escolar negativo.
La importancia del bienestar académico
Los datos muestran que cuando los alumnos se sienten apoyados por sus docentes, tienen hasta un 60% menos de probabilidad de sufrir ansiedad académica. El clima escolar positivo, los vínculos sociales saludables y el desarrollo de habilidades socioemocionales son factores protectores poderosos.
Sabemos, con evidencia local e internacional, que los niños y jóvenes que desarrollan habilidades emocionales tienen más herramientas para aprender, para vincularse con otros y para enfrentar desafíos. Según la OCDE, el 20% del rendimiento escolar está explicado por factores emocionales.
Sin embargo, en la Ciudad de Buenos Aires, 8 de cada 10 estudiantes presentan niveles críticos y vulnerables de regulación emocional, principalmente las mujeres. Y 5 de cada 10 estudiantes del nivel secundario dicen no tener una valoración afectiva de sí mismos.

Incorporar datos para accionar con evidencia
Un estudio de la consultora McKinsey muestra que los estudiantes con mayor autoconocimiento y regulación emocional tienen un 50% más de probabilidades de persistir en sus estudios.
El bienestar emocional ya no es una “cuestión secundaria”: es una condición necesaria para que el aprendizaje ocurra. Si no lo priorizamos, las consecuencias serán cada vez más grandes.
Los estudiantes no pueden aprender si están ansiosos, agotados o desconectados.
Para ello, la evidencia es fundamental ya que permite contar con datos formales y tomar acción con respaldo. Incorporar datos al sistema educativo no significa burocratizar el aula. Significa conocer mejor a nuestros estudiantes, sus formas de aprender, sus intereses, sus desafíos y necesidades reales.
Porque el dato, interpretado con criterio pedagógico, no reemplaza al docente: lo potencia.
Cuando los docentes tienen datos concretos, el aprendizaje mejora, la motivación aumenta y la intervención es más asertiva.
La pregunta clave que nos interpela como comunidad educativa es:
¿Estamos enseñando a aprender o los estamos quemando en el intento? ¿Cómo logramos que la información que tenemos se convierta en transformaciones reales dentro del aula?